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Rose no pudo imaginar cómo una pluma puede ayudar a alguien a alcanzar algo, pero
no quería ser descortés, de modo que se la guardó en el bolso.
Como ya era de noche y Rose sabía que a veces las bandas recorren las calles en la
oscuridad, pensó que sería mejor encontrar un lugar donde dormir. Vio un montón de
cajas de madera frente a una tienda y se metió bajo ellas, pensando tristemente que sería
mucho mejor guardar los cuatro plátanos que le quedaban para el día siguiente.
A la mañana siguiente la despertó el sonido de las puertas de los coches que se abrían
y cerraban. Se desperezó dolorosa-mente. Las calles doradas le habían hecho daño en la
espalda, incluso más que las calles plateadas de la noche anterior. Echó un vistazo a sus
plátanos, ahora ya completamente negros, se incorporó y regresó de nuevo al metro.
Viajó todo el día por el metro, pasando ante escaparates donde se exponían ropas que
algún día se romperían, y ante muebles brillantes, y extrañas máquinas con hileras de
botones negros. El aire se hizo muy dulce, pero espeso, como si alguien hubiera rociado
los túneles con perfume. Finalmente, Rose decidió que ya no podía respirar y tenía que
salir de allí.
Salió a una calle hecha toda ella de diamantes, y con unos edificios tan altos que no
podía distinguir a nadie en las ventanas, únicamente fogonazos de colores. La gente que
caminaba lo hacía a varios centímetros por encima del suelo, mientras que los coches se
movían con tal suavidad sobre sus ruedas blancas que parecían nadadores flotando en
una piscina.
Rose estaba a punto de preguntar dónde estaba el despacho del alcalde cuando vio a
una anciana rodeada por unos perros muy bien cuidados, y unos gatos muy acicalados
que sus dueños ricos habían dejado sueltos para que retozaran por la calle. Rose silbó
tan alto que ni siquiera ella pudo oírlo, pero todos los animales se alejaron corriendo,
seguramente creyendo que sus dueños les habían llamado para la cena.
Muchas gracias dijo la mujer quitándose el polvo de su largo vestido negro.
Llevaba el pelo negro tan largo que lo arrastraba tras de sí por el suelo . ¿Crees que
podrías darme algo de comer?
Mordiéndose los labios para no llorar, Rose le entregó los cuatro plátanos. La mujer se
echó a reír y dijo:
Con uno tengo más que suficiente. Tú puedes comerte los otros.
Rose tuvo que hacer un gran esfuerzo para no comerse los tres plátanos de golpe. Y
se alegró de no haberlo hecho, porque cada uno de ellos tenía el gusto a un alimento
distinto, desde pollo hasta fresas. Levantó la mirada, extrañada.
Y ahora dijo la mujer , supongo que querrás llegar al despacho del alcalde.
Con la boca abierta, Rose asintió con un gesto. La mujer le dijo que buscara una calle
tan brillante que tendría que protegerse los ojos para caminar por ella. Y a continuación
añadió:
Si alguna vez encuentras el camino demasiado lleno de gente, sopla esto.
Se metió los dedos entre el pelo y sacó un silbato negro que tenía la forma de una
paloma.
Gracias dijo la chica, aunque no creía que la gente se apartara de la calle
simplemente por escuchar un silbato.
Una vez que la mujer se hubo marchado, Rose contempló la calle de diamantes. «Me
rompería la espalda si durmiera aquí», pensó. Y decidió buscar el despacho del alcalde
aquella misma noche. Deambuló por las calles, apartándose de vez en cuando de los
coches con las ventanillas oscurecidas, o de hileras de niños vestidos con dinero y que se
cogían de las manos al tiempo que corrían gritando por la calle.
En un punto, observó un gran brillo de luz y creyó haber encontrado la casa del alcalde,
pero cuando se acercó más sólo vio una calzada vacía en la que brillaban unos
deslumbrantes globos de luz sobre postes de platino, que iluminaban unas fuentes
gigantes que lanzaban un líquido dorado al aire. Rose sacudió la cabeza y siguió
caminando.
En varias ocasiones preguntó a la gente por la casa del alcalde, pero nadie pareció
escucharla ni verla. A medida que se acercaba la noche, Rose pensó que al menos el
barrio rico no sería demasiado frío; probablemente calentaban las calles. Pero en lugar de
aire caliente percibió un soplido frío procedente del detestable pavimento. Los habitantes
del barrio rico enfriaban las calles para poder utilizar los calefactores personales que
llevaban incorporados en sus ropas.
Por primera vez, Rose pensó en abandonar. Resultaba todo tan extraño, ¿cómo podía
haber imaginado que el alcalde se dignaría escucharla? Cuando estaba a punto de buscar
una entrada de metro, vio un destello de luz a unas pocas manzanas de distancia y
comenzó a caminar hacia él. Al llegar más cerca la luz se hizo tan brillante que
automáticamente se protegió los ojos con un brazo, descubriendo entonces que podía ver
tan bien como antes. Asustada ahora que había encontrado la casa del alcalde, se acercó
más a los edificios.
La luz procedía de una pequeña estrella que el personal del alcalde había capturado y
colocado en una jaula de plomo a gran altura sobre la calle. Se celebraba una fiesta, con
la gente ataviada con toda clase de vestidos. Algunos parecían aves con picos en lugar
de narices, y alas gigantescas y emplumadas que les salían de las espaldas; otros se
habían convertido en lagartos, con las cabezas cubiertas de grandes escamas. En medio,
sobre un gran sillón de piedra negra, estaba sentado el alcalde, con un aspecto muy
pequeño y llevando un vestido de piel blanca. Unas largas uñas curvadas se doblaban
como garfios sobre los extremos del sillón. A su alrededor, los consejeros flotaban en el
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