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 Nada. La vieja está bien. No me importa a qué garito quieres ir. Dije que te llevaría y
lo haré.
Trece años de condicionamiento no se esfumaban de la noche a la mañana. Cade se
sentía culpable y a la defensiva:
 Busco a una persona, una chica.
 Está bien. No tienes por qué explicármelo. Te llevaré allí, tal como te dije. Yo soy
padre de familia. No es que vaya al lectorado todos los días como otros, pero sé lo que es
propio y lo que no lo es.
 Pero estás traficando con humeadores  dijo indignado Cade.
 No es que me sienta bien por hacerlo, desde luego. Yo no humeo. No es culpa mía
que haya un montón de pijos ignorantes que siendo plebeyos se dedican a humear como
una Estrella y su corte. Si les dices «al emperador no le gusta», te ponen cara larga y
contestan: «Bueno, no importa mucho eso, y además daré dos veces más para el
lectorado y eso sí que le gustará al emperador, ¿no crees?» ¡Necios!
Cade asintió débilmente y la conversación decayó. Mientras el delincuente moralista,
infractor de normas suntuarias, cubría su ruta, Cade se adormeció. Sabía que aquel
hombre cumpliría el trato después de aceptarlo.
12
A cada parada y arrancada. Cade entreabría un ojo y luego seguía durmiendo. Pero
finalmente, el conductor le zarandeó.
Cade despertó sobresaltado. Por la ventanilla, a un metro de sucio pavimento inundado
de sol, pudo ver unas escaleras de piedra que descendían hacia una sólida puerta.
Delante, otro tramo de escaleras parecían llevar a otra puerta que quedaba fuera de su
campo de visión.
Estaban en una calleja estrecha, en la que cabía justo el vehículo. Al otro lado, paredes
lisas de sucio cemento se elevaban hasta una altura de tres o cuatro plantas sobre el
suelo. No había ventanas, ni líneas de edificación claramente marcadas, nada que
diferenciase un punto de otro salvo suciedad y desconchones en el viejo hormigón. Y los
escalones a intervalos regulares a ambos lados. El conductor sacó tres fardos
limpiamente empaquetados del tapizado del asiento delantero, cerró la abertura y esperó
con ellos en la mano.
 ¿Bueno?  dijo . ¿Vas a estar sentado ahí todo el día? Abre.
Cade se puso rígido y luego procuró tranquilizarse. Estaba entre plebeyos ahora, y era
lógico que le tratasen como a uno más. Era una lección que tendría que aprender igual
que las que había aprendido en el noviciado. Su vida dependía también de estas
lecciones.
 Disculpa  masculló . ¿Es donde la Cannon?
 ¿Es que no lo conoces?
Cade abrió la puerta y murmuró:
 Parece distinto de día.
Siguió al conductor por las escaleras de piedra abajo. El otro llamó rítmicamente y la
puerta se entreabrió. Cade reconoció inmediatamente la cara vacuna.
Ignorando ostentosamente al conductor, la señora Cannon dijo con aspereza::
 El bar no se abre hasta la noche, forastero. Entonces serás bien recibido.
Pero el conductor dijo rápidamente:
 Creí que era amigo tuyo. Es un arpón y busca refugio. Gente que le conoce me dijo
que era de confianza.
Los ojos de la mujer, de un azul desvaído, recorrieron el rostro de Cade y examinaron
luego sus astrosas ropas y las raídas sandalias, y volvieron de nuevo, lentamente, a
posarse en su cara.
 Puede que le haya visto antes  admitió al fin, con un gruñido.
 A mí y también a... mis monedas  dijo rápidamente Cade. El resto fue más
inspirado : La última vez que estuve aquí, una de tus chicas se llevó todas las que tú me
dejaste.
La mujer pareció situarle al fin:
 Aquella chica no era de las mías  insistió, a la defensiva.
Para el conductor era bastante.
 Bueno, nada más  dijo . Arreglad el asunto entre vosotros. Ya voy con retraso.
La puerta se abrió un poco más.
 Espera aquí  dijo la mujer a Cade, y guió al conductor fuera de la estancia.
Era la cocina del establecimiento. Cade se paseó por ella, sin notar nada, pero
examinando con profunda curiosidad aquella extraña colección de suministros y
equipamiento.
Las grandes despensas y cocinas de las casas capitulares en las que Cade había
pasado centenares de horas siendo novicio, se parecían tanto a aquel lugar como... como
el saco de dormir de un miliciano al lecho de la dama Moia. Lo único que pudo identificar
fue una parrilla gigante que colgaba de una pared. Era idéntica a las que se utilizaban
para preparar la comida nocturna, a base de carne, de las casas capitulares. Pero la
similitud terminaba ahí. A través de las puertas transparentes del refrigerador no vio la
ordenada serie de piezas de carne, sino una desconcertante variedad de volatería,
pescado, carne y marisco, todo mezclado. A lo largo de la pared opuesta había más frutas
y verduras de las que él hubiese imaginado que existieran... Lujos voluptuosos, pensó,
para paladares degenerados.
Pudo reconocer, al fin, una cocinadora destinada a mezclar y calentar en una operación
el rancho básico que constituía el alimento esencial de los milicianos. Pero allí no se
trataba de la gigantesca y resplandeciente estructura de las casas capitulares, sino de
una máquina vieja y destartalada situada en una repisa elevada, casi fuera de alcance.
Por alguna razón, dedujo Cade, el rancho no era popular en donde la Cannon.
En otros estantes que rodeaban la estancia, había centenares de paquetes brillantes,
que contenían ingredientes de color desconocido utilizables con una docena o más de
mezcladoras y calentadoras especializadas, modelos que Cade no había visto jamás.
Había en todo aquello una atmósfera de despreocupado desorden, confuso pero evidente,
que trajo a la mente de Cade numerosos recuerdos.
Tantas cosas habían revivido viejos recuerdos en él los últimos días: recuerdos de una
infancia que él había sepultado conscientemente al tomar los hábitos. Comprendía ya que
era inadecuado para la Orden. El ritual y la rutina que habían formado parte tan integrante
de su vida como la respiración, de pronto habían pasado a ser cosas de las que podía
prescindir. A veces tenía la sensación de haberse vuelto loco. Necesitaba un profesor
correctivo, se dijo, y luego pasó a preguntarse si de veras deseaba que le corrigiesen.
Naturalmente quería volver a la Orden, pero el sumo pistolero...
Dejó de lado fríamente aquella confusa pugna de lealtad. Lo primero que debía
conseguir era información, y eso significaba que debía encontrar a la muchacha.
«Tú no eres una chica mía», había dicho la señora Cannon. Y había añadido: «Si
vuelves por aquí, chica, te romperé el cuello con un taburete.» Eso no importaba. Él
necesitaba un punto de partida. Empezar por un lugar bien situado dentro del submundo [ Pobierz całość w formacie PDF ]

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