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pecados había derramado sobre los hombres el
diluvio, por sus pecados habían ardido y se habían
destruido sus ciudades, el Señor les mandaba
hambres y epidemias y siempre estaba levantada
sobre la tierra la espada castigadora, la férula de los
pecadores.
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-El que infringe temerariamente los
mandamientos de Dios se ve castigado por los
tormentos y la perdición -trataba de imbuirme,
dando en la mesa con los nudillos de los delgados
dedos.
A mí me resultaba difícil creer en la dura
crueldad de Dios. Sospechaba, por el contrario, que
mi abuelo discurría todo aquello, no para que yo
amara a Dios, sino para que le temiera a él. Y le
preguntaba abiertamente:
-¿Me dices eso para que te obedezca?
Y él me respondía con la misma franqueza:
-¡Claro que sí! ¡Atrévete a desobedecer!
-Pues la abuela habla de Dios de modo muy
distinto.
-No creas a esa vieja -me decía severamente-. Tu
abuela es tonta de nacimiento. No sabe leer ni tiene
nada dentro de la cabeza. Le tengo que prohibir que
hable contigo de esas cosas sublimes. Respóndeme:
¿Qué papel tienen los arcángeles en el trono de
Dios?
Yo contestaba lo que él me había enseñado, y
preguntaba a mi vez:
-¿Qué son empleados?
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-¡Anda, que te coman los ratones! -me respondía
él risueño y mirando de intento a un lado. Pero
luego me explicaba, mordiéndose los labios-: los
empleados no tienen nada que ver con Dios. Un
empleado es un devorador de leyes.
-¿Leyes? ¿Qué es eso?
-¿Que qué son leyes? Pues leyes son... son...
costumbres -me respondía el viejo, animándose y
echando chispas por los punzantes y astutos ojos-.
Los hombres viven juntos y se ponen de acuerdo
para decir: "Esto es lo mejor; vamos a hacerlo
costumbre, regla, ley." Lo mismo que cuando los
niños os ponéis de acuerdo en el juego y convenís a
qué queréis jugar, en qué orden y con qué
condiciones. Ese acuerdo es precisamente una ley.
-¿Y los empleados?
-¿Los empleados? Son unos forajidos que vienen
y que infringen las leyes.
-¿Y por qué lo hacen?
-Eso, ya no lo puedes comprender tú -me dijo,
volviendo a arrugar la frente con severidad; y
prosiguió en tono doctrinal-. Todos los asuntos de
los hombres los gobierna Dios. Los hombres
quieren una cosa, pero El quiere otra. Mas todo lo
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humano es débil y perecedero, pues en cuanto el
Señor sopla se vuelva polvo y ceniza.
Pero yo tenía mis razones para interesarme por
los em-pleados, y seguía con mis preguntas:
-Pues tío Jacobo canta siempre:
Los angelitos del cielo
son de Dios gloria y consuelo.
En cambio los empleados
son de Satanás criados.
Mi abuelo se subió la barba para arriba con la
palma de la mano, la cogió con la boca y cerró los
ojos. Sus mejillas temblaban, y comprendí que se
reía por dentro.
-¡Os deberían atar codo con codo y tiraros al
agua! -dijo-. ¡A ti lo mismo que a Yaskal El no
debería cantar esas canciones y tú no deberías oírlas.
Son canciones festivas, inventadas por los herejes de
la antigua fe.
Y dirigiéndome la vista y apartándola en seguida,
añadió en voz baja y lentamente:
-¡Ah, mal rayo! ...
Mas aunque ponía a Dios muy alto y muy
amenazador sobre los mortales, le hacía intervenir
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en todos sus asuntos, lo mismo que la abuela, y no
sólo a Dios, sino a las innumerables legiones de sus
santos. La abuela parecía no co-nocer en absoluto
más santos que San Nicolás, San Yurii, San Frol y
San lavr, que, según su idea, eran todos igualmente
buenos y muy amigos de los hombres. Recorrían
aldeas y ciudades, se inmiscuían en los asuntos de
los mortales y tenían en general todas las
propiedades humanas. En cambio, los santos de mi
abuelo eran casi todos mártires. Destrozaban ídolos
y disputaban con los emperadores romanos, y por
ello los atormentaban, los quemaban o los hacían
morir de cualquier otro modo. A veces, el abuelo
empezaba a perderse en fantasías:
-Si Dios quisiera favorecerme y pudiera vender
esta casa con... pongamos quinientos rublos de
ganancia, mandaría decir una misa en honor de San
Nicolás.
-¡Como si San Nicolás le fuera a vender las casas
a ese viejo chocho! -me decía burlonamente la
abuela-. ¡Como si el padrecito San Nicolás no
tuviera nada más ni mejor que hacer en el mundo!
He conservado mucho tiempo el calendario
eclesiástico de mi abuelo, con una serie de notas
estampadas de su mano. Junto a los nombres de San
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Joaquín y Santa Ana se veían, por ejemplo, escritas
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