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península de suelo firme de turba que acababa desapareciendo en la ciénaga. A partir de allí unas varitas
clavadas en la tierra iban mostrando el sendero, que zigzagueaba de juncar enjuncar entre las pozas llenas de
verdín y los fétidos cenagales que cerraban el paso a cualquier intruso. Los abundantes juncos y las
exuberantes y viscosas plantas acuáticas despedían olor a putrefacción y nos lanzaban a la cara densos vapores
miasmáticos, mientras que al menor paso en falso nos hundíamos hasta el muslo en el oscuro fango
tembloroso que, a varios metros a la redonda, se estremecía en suaves ondulaciones bajo nuestros pies, tiraba
con tenacidad de nuestros talones mientras avanzábamos y, cada vez que nos hundíamos en él, se transforma-
ba en una mano malévola que quería llevarnos hacia aquellas horribles profundidades: tal era la intensidad y la
decisión del abrazo con que nos sujetaba. Sólo una vez comprobamos que alguien había seguido senda tan
peligrosa antes de nosotros. Del centro del matorral de juncias que lo mantenía fuera del fango sobresalía un
objeto oscuro. Holmes se hundió hasta la cintura al salirse del sendero para recogerlo, y si no hubiéramos
estado allí para ayudarlo nunca hubiera vuelto a poner el pie en tierra firme. Lo que alzó en el aire fue una
bota vieja de color negro. «Meyers, Toronto» estaba impreso en el interior del cuero.
-El baño de barro estaba justificado -dijo Holmes-. Es la bota perdida de nuestro amigo Sir Henry.
-Arrojada aquí por Stapleton en su huida.
-En efecto. Siguió con ella en la mano después de utilizarla para poner al sabueso en la pista del baronet.
Luego, todavía empuñando la bota, escapó al darse cuenta de que había perdido la partida. Y la arrojó lejos de
sí en este sitio durante su huida. Ya sabemos al menos que logró llegar hasta aquí.
Pero no estábamos destinados a saber nada más, aunque pudimos deducir muchas otras cosas. No existía la
menor posibilidad de encontrar huellas en el pantano, porque el barro que se alzaba con cada pisada las cubría
rápidamente y, aunque las buscamos ávidamente cuando por fin llegamos a tierra firme, nunca encontramos ni
el menor rastro. Si la tierra nos contó una historia verdadera, hay que creer que Stapleton nunca llegó a la isla
que aquella última noche trató de alcanzar entre la niebla y en la que esperaba refugiarse. Hundido en algún
lugar del corazón de la gran ciénaga, en el fétido limo del enorme pantano que se lo había tragado, quedó
enterrado para siempre aquel hombre frío de corazón despiadado.
En la isla del centro del pantano donde escondía a su cruel aliado hallamos muchos rastros de su presencia.
Una enorme rueda motriz y un pozo lleno a medias de escombros señalaban la posición de una mina
abandonada. Junto a ella se encontraban los derruidos restos de unas chozas; los mineros, sin duda, habían
terminado por marcharse, incapaces de resistir el hedor apestoso que los rodeaba. En una de ellas una armella
y una cadena, junto a unos huesos roídos, mostraban el sitio donde el sabueso permanecía confinado. Entre los
demás restos encontramos un esqueleto que tenía pegados unos mechones castaños.
-¡Un perro! -dijo Holmes-. Sin duda un spaniel de pelo rizado. El pobre Mortimer nunca volverá a ver a su
preferido. Bien; no creo que este lugar contenga ningún secreto que no hayamos descubierto ya. Stapleton
escondía al sabueso, pero no podía impedir que se le oyera, y de ahí los aullidos que ni siquiera durante el día
resultaban agradables. En los momentos críticos podía encerrarlo en una de las dependencias de Merripit, pero
eso significaba correr un riesgo, y sólo el gran día, la jornada en que Stapleton iba a culminar todos sus
esfuerzos, se atrevió a hacerlo. La pasta que hay en esa lata es sin duda la mezcla luminosa con que
embadurnaba al animal. La idea se la sugirió, por supuesto, la leyenda del sabueso infernal y el deseo de dar
un susto de muerte al anciano Sir Charles. No tiene nada de extraño que Selden, aquel pobre diablo, corriera y
gritara, como lo ha hecho nuestro amigo, y como podíamos haberlo hecho nosotros, cuando vio a semejante
criatura siguiendo su rastro a grandes saltos por el páramo a oscuras. Era una estratagema muy astuta, porque,
además de la posibilidad de provocar la muerte de la víctima elegida, ¿qué campesino se atrevería a
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