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que yo a los dos gruesos volúmenes de esta obra, en que el que fue alma de la Sociedad de Investigaciones
Psíquicas -Society for Psychical Research- ha resumido el formidable material de datos, sobre todo
género de corazonadas, apariciones de muertos, fenómenos de sueño, telepatía, hipnotismo, automatismo
sensorial, éxtasis y todo lo que constituye el arsenal espiritista. Entré en su lectura, no sólo sin la pre-
vención de antemano que a tales investigaciones guardan los hombres de ciencia, sino hasta prevenido
favorablemente, como quien va a buscar confirmación a sus más íntimos anhelos; pero por esto la
decepción fue mayor. A pesar del aparato de crítica, todo eso en nada se diferencia de las milagrerías
medievales. Hay en el fondo un error de método, de lógica.
Y si la creencia en la inmortalidad del alma no ha podido hallar comprobación empírica racional,
tampoco le satisface el panteísmo. Decir que todo es Dios, y que al morir volvemos a Dios, mejor dicho
seguimos en Él, nada vale a nuestro anhelo; pues si es así, antes de nacer, en Dios estábamos, y si
volvemos al morir adonde antes de nacer estábamos, el alma humana, la conciencia individual, es
perecedera. Y como sabemos muy bien que Dios, el Dios personal y consciente del monoteísmo cristiano,
no es sino el productor, y sobre todo el garantizador de nuestra inmortalidad, de aquí que se dice, y se dice
muy bien, que el panteísmo no es sino un ateísmo disfrazado. Y yo creo que sin disfrazar. Y tenían razón
los que llamaron ateo a Spinoza, cuyo panteísmo es el más lógico, el más racional. Ni salva el anhelo de
inmortalidad, sino que lo disuelve y hunde, el agnosticismo o doctrina de lo inconocible, que cuando ha
querido dejar a salvo los sentimientos religiosos ha procedido siempre con la más refinada hipocresía. Toda
la primera parte, y sobre todo su capítulo V, el titulado «Reconciliación» -entre la razón y la fe, o la
religión y la ciencia se entiende- de los Primeros principios de Spencer es un modelo, a la vez que de
superficialidad filosófica y de insinceridad religiosa, del más refinado canto británico. Lo inconocible, si es
algo más que lo meramente desconocido hasta hoy, no es sino un concepto puramente negativo, un
concepto de límite. Y sobre eso no se edifica sentimiento alguno.
La ciencia de la religión, por otra parte, de la religión como fenómeno psíquico individual y social sin
entrar en la validez objetiva trascendente de las afirmaciones religiosas, es una ciencia que, al explicar el
origen de la fe en que el alma es algo que puede vivir separado del cuerpo, ha destruido la racionalidad de
esta creencia. Por más que el hombre religioso repita con Schleiermacher: «la cien-
cia no puede enseñarte nada, aprenda ella de ti», por dentro le queda otra.
Por cualquier lado que la cosa se mire, siempre resulta que la razón se pone enfrente de nuestro anhelo de
inmortalidad personal, y nos le contradice. Y es que en rigor la razón es enemiga de la vida.
Es una cosa terrible la inteligencia. Tiende a la muerte como a la estabilidad la memoria. Lo vivo, lo que es
absolutamente inestable, lo absolutamente individual, es, en rigor, ininteligible. La lógica tira a reducirlo todo
a entidades y a género, a que no tenga cada representación más que un solo y mismo contenido en cualquier
lugar, tiempo o relación en que se nos ocurra. Y no hay nada que sea lo mismo en los momentos sucesivos de
su ser. Mi idea de Dios es distinta cada vez que la concibo. La identidad, que es la muerte, es la aspiración del
intelecto. La mente busca lo muerto, pues lo vivo se le escapa; quiere cuajar en témpanos la corriente fugitiva,
quiere fijarla. Para analizar un cuerpo, hay que menguarlo o destruirlo. Para comprender algo hay que matarlo,
enrigidecerlo en la mente. La ciencia es un cementerio de ideas muertas, aunque de ellas salga vida. También
los gusanos se alimentan de cadáveres. Mis propios pensamientos, tumultuosos y agitados en los senos de mi
mente, desgajados de su raíz cordial, vertidos a este papel y fijados en él en formas inalterables, son ya
cadáveres de pensamientos. ¿Cómo, pues, va a abrirse la razón a la revelación de la vida? Es un trágico
combate, es el fondo de la tragedia, el combate de la vida con la razón. ¿Y la verdad? ¿Se vive o se
comprende?
No hay sino leer el terrible Parménides de Platón, y llegar a su conclusión trágica de que «el uno existe y
no existe, y él y todo lo otro existen y no existen, aparecen y no aparecen en relación a sí mismos, y unos a
otros».
Todo lo vital es irracional, y todo lo racional es antivital, porque la razón es esencialmente escéptica.
Lo racional, en efecto, no es sino lo relacional; la razón se limita a relacionar elementos irracionales. Las
matemáticas son la única ciencia perfecta en cuanto suman, restan, multiplican y dividen números, pero no co-
sas reales y de bulto; en cuanto es la más formal de las ciencias. ¿Quién es capaz de extraer la raíz cúbica de
este fresno?
Y, sin embargo, necesitamos de la lógica, de este poder terrible, para transmitir pensamientos y
percepciones y hasta para pensar y percibir, porque pensamos con palabras, percibimos con formas. Pensar es
hablar uno consigo mismo, y el habla es social, y sociales son el pensamiento y la lógica. Pero ¿no tienen
acaso un contenido, una materia individual, intransmisible e intraductible? ¿Y no está aquí su fuerza?
Lo que hay es que el hombre, prisionero de la lógica, sin la cual no piensa, ha querido siempre ponerla al [ Pobierz całość w formacie PDF ]

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