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mi cuadro. Miss Churm nunca había vuelto a aparecer, y la Sra. Monarch pensaba que yo muy apropiadamente
la escondía porque ella era vulgar; mientras que perderla a ella sería, del mismo modo que se pierde a los
muertos que van al cielo, para acceder a la condición de ángel por lo menos.
Para ese tiempo, en cierto modo yo había comenzado ya el Rutland Ramsay, la primera novela de la gran serie
proyectada; esto es, había producido unos cuantos dibujos, algunos con la ayuda del Mayor y de su esposa, y
los había enviado para su aprobación. Mi acuerdo con los editores, como ya he señalado, era que me dejaban
hacer el trabajo, en este caso particular, como yo quería, y que me adjudicaban todo el libro, pero mi
participación en el resto de la serie era sólo contingente. Hubo momentos, en que, francamente, era confortable
tener lo real a mano; porque había personajes en Rutland Ramsay que se les parecían mucho. Había gente
presumiblemente tan enhiesta como el Mayor y mujeres de tan buena presencia como la Sra. Monarch. Había
bastantes escenas de vida campestre -tratadas, es verdad, de un modo fino, fantasioso, irónico y generalizado-
con una presencia considerable de enaguas y trajes típicos. Había ciertas cosas que tenía que establecer desde el
comienzo; como por ejemplo la apariencia exacta del héroe y la particular aparición de la figura de la heroína.
El autor desde luego me daba una pista, pero había un margen de interpretación. Les hablé a los Monarch con
confianza, les dije francamente en lo que andaba, mencioné mis dificultades y alternativas. «¡Oh, tómelo!»,
murmuró la Sra. Monarch dulcemente, mirando a su marido; y «¿Qué más podría querer que mi esposa?»
preguntó el Mayor con el apacible candor que ahora prevalecía entre nosotros.
No estaba obligado a responder a estas observaciones, sólo estaba obligado a situar a mis modelos. Me faltaba
aplomo y propuse, quizá con timidez, la resolución de mi interrogante. El libro proponía numerosas escenas,
abundaban las figuras. Trabajé primero algunos episodios en los que ni el héroe ni la heroína intervenían.
Cuando una vez los incorporé, debí haberme atenido a ellos, pero no podía representar al joven de siete pies de
altura en un lugar y de cinco pies nueve en otro. Yo me inclinaba por completo a la última medida, aunque el
Mayor más de una vez recordó que él se veía tan joven como cualquiera. Era por cierto muy posible arreglar la
figura, de modo que fuera difícil detectar su edad. Un mes después de tener al espontáneo Oronte conmigo y de
haberle dado a entender varias veces que su natural exuberancia podía convertirse en una barrera insalvable
para otros proyectos, me di cuenta de su capacidad heroica. Tenía sólo cinco pies nueve de altura, pero las
pulgadas que le faltaban estaban latentes. Lo probé casi en secreto al principio, porque realmente tenía bastante
miedo del juicio que mis otros modelos hicieran de tal elección. Si la consideraban a Miss Churm poco menos
que una tramposa, ¿qué iban a pensar de una persona que estaba tan lejos de lo real como un vendedor callejero
para protagonizar a un joven formado en la escuela real?
Si les tenía un poco de miedo, no era porque me acosaran, me persiguieran u oprimieran, sino porque en su
patético decoro y en su misteriosa y permanente ansia apelaban intensamente a mí. Me puse por lo tanto muy
contento cuando Jack Hawley vino a casa: era el consejero ideal. Pintaba mal, pero nadie mejor que él sabía
poner el dedo en la llaga. Se había ido de Inglaterra por un año -a cualquier parte, ni me acuerdo dónde- para
tomar aire fresco. Yo le tenía bastante aprensión, pero éramos viejos amigos; había estado lejos muchos meses
y un sentido de vacuidad embargaba cada vez más mi vida. No había conseguido desviar ni un dardo en un año.
Vino, con los sentidos renovados, pero con la misma camisa de terciopelo negro, y la primera noche que pasó
en mi estudio fumamos hasta tarde. No había hecho nada, sólo mirar; de modo que había vía libre para que le
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